Don José

Por Pedro A. Otero Fernández

Corrían los primeros años de la década del cuarenta. Apenas contaba yo con ocho años de edad. Vivía entonces en lo que se conocía como la cuesta de las mulas que conducía a aquella gran hacienda cafetalera de don Emilio Reynés. Los caminos hasta allá no eran asfaltados y desde el pueblo se llegaba sólo hasta el kilómetro siete.

Allí supe del ataque a “Pearl Harbor” por voz del extinto don Francisco Cruz, agricultor que vivía en una casa antes de la nuestra y donde se manufacturaba un aromoso café de la montaña. Como era gran madrugador, temprano en la mañana había escuchado la noticia y fue a darla a mis padres. Era su constumbre con eventos de importancia. El tenía radio, nosotros no. Allí conocí y tuve la dicha de ver por vez primera a ese gran hombre de Puerto Rico, Don Luis Muñoz Marín, dirigiéndose desde un granadillo —que aún existe— a una multitud de su partido. Mis padres incluídos en ella. Allí también conocí a don José Ojeda que es la persona que hoy nos ocupa. Para esta fecha, una agresión era una noticia, no digamos un asesinato, ya esto eran palabras mayores y razón de mover el pueblo completo y saberse en toda la isla, aunque no con tanta rapidéz como ahora.

Don José, hombre de avanzada edad,  ca-balgaba siempre en hermosos caballos. Silla de cuero. Espuelas. Figura erguida siempre. Con aspecto más de Quijote que de Sancho. Tez  seca. Sombrero. Agricultor laborioso. Todas las tardes daba su vuelta por la tienda de mi padre y allí tertuliaba con otros hombres del barrio, en su mayoría obreros del cafetal y jíbaros natos de tierra adentro. Era un hombre que con su sola presencia inspiraba respeto. Nunca le vi otros pantalones que no fueran aquellos pantalones, tipo militar con bolsillos de entrada sumamente ancha y camisa de tipo militar también, que acostumbraba cerrar hasta el último botón en el cuello. Calzaba botas y sobre éstas, unas cubiertas de cuero sobre las cuales se comenzaba a dar vueltas en forma de zig zag, hasta dejarlas totalmente cerradas, —tiempo precioso, me, imagino, debía invertir en la gestión— luego del cual sus pantalones formaban una caída graciosa descansando en el borde superior de éstos y en consecuencia abultándose.

Don José nunca fue una de las personas con quien pudiera cambiar unas palabras, pero me impactaba su porte. Un saludo corto a mi, luego un saludo más efusivo a mis padres, permanecía un rato sobre su equino y luego desmontaba. Comenzaba la conversación que era también el momento en que nosotros debíamos desaparecernos y no intervenir para nada en sus conversaciones, so pena de varios azotes. Cuando don José subía o bajaba para el pueblo, siempre, desde la curva, nos saludaba.

Un día, recuerdo, subiéron dos policías a caballo, temprano en la mañana. Entonces el policía para nosotros era sinónimo de autoridad plena y de correr a esconderse más rápido que de ordinario, aunque luego se observara por alguna reja o hendija de las paredes.

Entonces los policías en los cuarteles eran muy escasos. Se conocían por su apellidos. Mi casa era para ellos, casa de parada., casa de almuerzo y oficina de información. Luego de hacer la parada de rigor, preguntaron por la residencia de don José, los vi retirarse en dirección hacia la Hacienda Reynés. Don José vivía en terrenos contiguos a la Hacienda.

Ese mismo día, hora más tarde, los vi bajar. Precedía el grupo y los dos policías le escoltaban. Don José no miró para casa, no saludó, me extrañó sobremanera. A fuerza de siempre saludar, su saludo era esperado y nuestro adiós tímido, forzado. Su cabeza inclinada sobre su monta, denotaba el paso del animal conducido torpemente, algo muy raro en el manejo del potro. Sabrá Dios cuantos torbellinos bullían en su mente y la torpeza del animal era consecuencia lógica de la que debió tener en ella.

Para entonces, la policía arrestaba con o sin orden y los fiscales expedían órdenes de arresto con o sin causa. Gracias a Dios, semejante atrocidad, largo ya desapareció de nuestro sistema. De todas maneras, los arrestados eran traídos a la carcel del pueblo y allí encerrados. Se encerraban sin que se les sometiera caso o que fueran llevados al Tribunal o juez competente para de inmediato determinar su justificación en el encarcelamiento. La cárcel, en particular la de mi pueblo, quedaba en el mismo municipio. Allí fue a parar don José.

Esa noche don José, so pretexto de no tener donde dormir, mandó a buscar una colcha de aquellas que hacían forradas a colores y amarraban con hilos blancos entrelazados y que resultaban ser muy resistentes. Oí decir luego, que don José había sido arrestado porque mientras tiraba de los hicos de un coy, durmiendo un nietecito, el infante se había caído y murió. Se le acusaba de haberle dado muerte. Nunca pude conformarme con la idea de que el hombre que yo conocía fuera capaz de tal acción. De todas maneras, el día después de haber sido encerrado, colgado a uno de los barrotes de la cárcel, amaneció muerto. Había dispuesto de su vida. Lo mató la verguenza.
 
 
 
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