Perico Metralla: memorias

(Extracto de las memorias de mi padre, Pedro A. Sandín del Manzano)
 

     Para las navidades de 1994, le regalé a mi padre un libro titulado Con valor y a como dé lugar: memorias de una jíbara puertorriqueña, obra de Carmen Luisa Justiniano. Al dedicarle el libro, le expresé a mi padre que él podría escribir un libro parecido, ya que poseía una memoria prodigiosa capaz de recordar, incluso, lo nunca sucedido. Ni corto ni perezoso, mi viejo le tomó prestada una maquinilla a su nieta Christina, y se dio a la tarea de redactar sus recuerdos.

     Algunos meses más tarde, Papi me entregó cerca de ochenta páginas de memorias. Mi contribución a su obra no fue sino la de ordenar los pensamientos con la ayuda, precisamente, del ordenador, y la de azuzar al viejo para que completara cierta anécdota o incluyese algún episodio omitido.

     A continuación, comparto con los lectores de esta revista algunos de los recuerdos de mi padre sobre los cinco años que vivió en Ciales, entre 1920 y 1925. Debo añadir que Ciales fue siempre el pueblo favorito de Papi. Aunque nació en Vega Baja, y vivió en varios otros municipios, siempre nos hablaba de Ciales con un cariño inmenso. En dos o tres ocasiones, tuvimos la dicha de acompañarlo en una visita a su querido pueblito, y de recorrer con él los lugares entrañables de su lejana niñez.
 
                                                       Dr. Pedro A. Sandín Fremaint


      Cuando tenía cinco años cumplidos, Papi (Ramón Sandín Martínez) fue ascendido de Principal a Superintendente de Escuelas, y trasladado de Vega Baja al pueblo de Ciales... Salimos en carro público, subiendo y bajando cuestas. Al cabo de un largo transitar por aquella carretera desconocida, y ya muy cansado, le grité a Mamá: "Mami, ¿cuándo llegamos? ¡Que calle más larga!".

      Llegamos al pueblo de Ciales como a las dos de la tarde. Es un pequeño pueblo del centro de la Isla, rodeado de montañas y con un clima muy agradable; pueblo cafetalero, con campos muy bellos, donde también se produce el plátano y otros frutos menores. Según la leyenda, el hueco donde se estableció el pueblo era la boca de un volcán extinto. Con perdón de mis compueblanos del Melao-Melao, Ciales es un pueblito acogedor del cual quedé inmediatamente prendado. Nunca olvidaré los cinco años y medio que viví allí, las amistades que hice, mis maestros de escuela: Miss Blanca Diez (primer grado), Mrs. Monserrate (segundo grado), Mrs. Maldonado (tercer grado), Mr. Ortiz y Mr. López (cuarto grado); muy buenos maestros a quienes les cogí mucho cariño. Aún recuerdo los nombres de algunos de mis compañeros de clase: Juanchín Blance, Rafael Berríos, Pepito Ortiz, Mercedes Padró, Antonia Rodríguez y Catalina Oliver. Fue esta linda y diminuta rubita la primera ilusión de mi vida de Juan Tenorio. Hacíamos una linda pareja de baile en las funciones que se presentaban en la escuela. En Ciales, cosechamos muchas buenas amistades: las familias González, Muñiz, Feijóo, Rivera, San Miguel, de Jesús, Ruiz, Blanche, Nieves, Robles, Vélez, Padró, Selva, Fernández, Zayas, Diez, Crespo y Oliver.

      De noche los sábados y durante las vacaciones, acostumbrábamos a jugar los juegos de entonces, como "Ambos a dos", "Doña Ana no está aquí", "La cebollita", y "Toco el palo". El juego de la cebollita, muy popular entre nosotros, consistía en hacer una fila detrás de Chun Rivera, una muchachita bien gordita y fornida. Ella se agarraba fuertemente del poste de la luz de la esquina, y los demás nos agarrábamos unos pasando los brazos alrededor de la cintura del niño del frente. La niña que no estaba en la fila gritaba: "A Mamá que le manden una cebollita". Chun contestaba: "Llévate la primera que está gordita". Entonces comenzaban los halones, tratando de desprenderla del grupo. Entretenido, ¿verdad?

      Durante el día, los varones jugábamos un juego que más tarde le llamaron Villalda. Usábamos un pedazo de madera y un clavo de una siete pulgadas. Trazábamos una raya de dos pies en el barro de la calle, y cada jugador lanzaba el clavo hacia la raya. Los que clavaban el clavo más cerca de la raya eran los primeros en jugar. Lanzábamos el clavo, y si quedaba encajado, cogíamos el clavo del contrincante, y, con el palo, tratábamos de lanzarlo lo más lejos posible. Había que cubrir cierta distancia ida y vuelta; si al tirar el clavo, por mala suerte, daba contra una piedrecita en el barro y no se encajaba, le tocaba el turno al otro jugador. El que cubriera la distancia era el ganador.

      Todas las mañanas, salía tempranito hacia la escuela que quedaba al otro lado del pueblo. Iba un día acompañado de mi hermano Juan, cuando decidimos comprar una piragua de frambuesa. Mientras el piragüero raspaba el hielo, se me ocurrió pararme sobre uno de los palos que tenía el carro de piraguas en la parte del frente. ¡Para qué fue eso! Rodaron por la calle las botellas de siropes y también el hielo: ¡una catástrofe! Arranqué para casa como alma que lleva el diablo, y, en mi carrera, me crucé con el juez de la corte, don Rafael Escalona, quien había presenciado de lejos todo el incidente. Don Rafael comenzó a gritar: "¡Cójanlo! ¡cójanlo!" Mientras más gritaba él, más rápido corría yo. Al llegar a casa, me metí debajo de la cama. Papi tuvo que pagarle las pérdidas al piragüero; nada menos que $2.50 costó todo lo que se rompió por culpa mía.

     Una de las cosas que nunca me perdí fue lo relacionado con la tahona de Ciales. Todos los días, a eso de las cinco y media o seis de la tarde, sonaba un pito indicando que iban a soltar las mulas que se utilizaban para moler la harina. Eran muchas mulas que, de camino al lugar donde pasaban la noche, pasaban por el frente de mi casa. ¡Tremendo espectáculo el de las mulas que iban a gran velocidad directo a su lugar de descanso. Recuerdo que en la acera que quedaba frente a la tahona había argollas de hierro empotradas en el cemento. Los campesinos que venían a comprar harina amarraban sus yeguas de las argollas.

      Allá para el año 1922 0 23, llegó a Ciales un individuo llamado Monchín. Llegó al pueblo montado a caballo y con el rostro cubierto por una máscara. Lo exhibían  en un salón, y cobraban diez centavos por entrar a verlo. Conseguí que Mami me diera los diez centavos, dizque para comprar unos chocolates que venían con una foto de algún artista de cine, y me fui a ver a Monchín. Cuando le quitaron la máscara, pude observar que, donde debía tener la nariz, sólo tenía los dos agujeros, y no tenía boca. A cada lado de la cabeza, en vez de orejas, tenía hoyos. Luego de presentarlo, le dieron un vaso de leche y un sorbeto, el cual se introdujo en uno de los agujeros, y, respirando, se tomó toda la leche. Eso me causó tanta repugnancia que estuve varios días sin tomar leche ni jugos. A Monchín le compusieron una canción que decía así: "Monchín del alma, si el cielo lo dispone, yo te ofrezco mi vida hecha pedazos, porque tú sabes Monchín que yo no puedo vivir si no te tengo cogido entre mis brazos".

      El hombre pájaro era un señor que acostumbraba visitar Ciales todos los años. Se dedicaba a presentar un espectáculo muy interesante y, a la vez, peligroso. Se subía al atrio de la iglesia, y, con permiso del párroco, amarraba un cable de acero encebado a un muro del templo. Cruzando la plaza de un extremo al otro, amarraba el cable a una columna que había en la esquina. Con la plaza llena de espectadores (y yo me había acomodado en un lugar desde donde podía disfrutar a plenitud del espectáculo), comenzó la función. El hombre pájaro usaba una plancha de cuero que le cubría el pecho, en medio de la cual había una especie de canal por donde corría el cable. Así podía lanzarse sobre el cable desde lo alto de la iglesia, sin que éste se corriera hacia un lado. Se lanzó el hombre pájaro desde la iglesia entre los gritos de la multitud, con tan mala suerte que no pudo disminuir la velocidad y se estrelló contra la columna. De ahí, lo llevaron al hospital todo magullado y con fractura de un brazo. Nunca más volvió a aparecerse por el pueblo. Me imagino que se dedicaría a otra cosa.

      Habíamos recogido un perro sin dueño que encontramos en la calle, al cual llamamos Tigre. Lo alimentábamos bien y estaba muy saludable. Era muy valiente, y se ganaba a pelear a casi todos los perros del pueblo. Había uno negro, que se llamaba Dempsey, y uno marrón llamado General. Dempsey y Tigre eran amigos, y se respetaban mutuamente. General se ganaba a Dempsey, pero le tenía miedo a Tigre. Un día, Tigre se enfermó y, al cabo de unos días, murió. Averiguamos que Macaco, un policía del pueblo, lo había envenenado porque había mordido a un perrito de su propiedad. En represalia, velamos al perrito de Macaco, y le metimos tremenda pedrada. Después de hacerlo, nos sentimos muy apenados.

      Llegó un día muy triste para mí; nos mudamos de mi querido Ciales. Fue para el año 1925. Me apenó mucho dejar atrás a mi querido pueblito, rodeado de montañas, con gente tan humilde y buena. ¡Que bellos recuerdos guardo de mis cinco años en ese bello pueblito! Setenta años han pasado desde el día en que, con mucho pesar, mi familia se mudó para el pueblo de Toa Alta. De noche, cuando tardo en reconciliar el sueño, me transporto en el pensamiento a Ciales, recordando cada uno de los rincones del pueblo.
 
 
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